La Palabra divina tiene un aspecto luminoso, intelectual y otro dinámico, que mueve la voluntad al amor y a la acción, al cambio de vida. Ambos íntima e inseparablemente unidos. “Dijo Dios y sucedió así”; enseña y transforma; dice y engendra.
La predicación, como ministerio de la Palabra divina, debe reflejar esa perfección. Si le falta la fuerza, la enseñanza se queda en gnosis vana. De alguna manera recae en ley: pone de manifiesto el pecado, pero no da fuerza para la virtud.
Ley sin profecía.A la saducea.
Porque tratándose de la Palabra divina, no es posible el acceso a la inteligencia si no es por la gracia. No hay nous sin dínamis: “mi palabra y mi predicación no fue en persuasivos discursos de sabiduría humana, sino en la manifestación del Espíritu para que vuestra fe no se apoye en la sabiduría de los hombres sino en el poder de Dios” (1 Cor 2, 4-5). “A vosotros os ha sido dado conocer...” (Mc 4, 11). “Les abrió las inteligencias para que entendieran...” (Lc 24, 45)
El olvido de este hecho es quizá la causa principal de la ineficacia de cierta predicación sagrada y de un modelo homilético desviado, tan dolorosamente sentida por los fieles como también por los sacerdotes. Ese síndrome se hace más notable en el caso particular de la exposición de las Parábolas evangélicas.
Quien predica al estilo talmúdico, atiende más “al poder del hombre”, es decir, a lo que el hombre debería hacer, que a lo que Dios ha hecho y está haciendo. Mientras que si se atiende más a mostrar la acción de Dios, lo que ha de hacer el hombre, - que por otra parte es de antemano impredecible y en gran parte no prescribible -, brota espontáneamente como respuesta de fe.